Todos los años, hacia el mes de febrero me llega el aviso para renovar la licencia de caza. Y como todos los años, acudo puntual al gabinete psico-técnico que garantiza que aún tengo reflejos para usar el arma y que no hay en mí una pizca de otras intenciones que no sean la actividad cinegética entre amigos. Pago las tasas y ellos tramitan la licencia. No sé por qué lo hago. Me falta coraje para dejar de hacerlo.
Cada año, con el permiso de armas renovado en la mano, saco el estuche del armero, deslizo suavemente los cierres, la tomo en mis manos y tras palpar su nombre grabado en el costado –Caricia–, emprendo con deleite el ritual de limpieza y engrase de la escopeta, para después guardarla y olvidarla por otros doce meses. Año tras año, sin atreverme a deshacerme del arma ni a dejar de renovar un permiso que jamás volveré a necesitar.
Había sido una buena mañana de caza. El amanecer nos regaló una calma gris y las nubes encapotaban las colinas. Las presas parecían esperar nuestra presencia, acechando astutas el momento oportuno de sortear la muerte. Con la distancia exacta entre nosotros, caminamos marcando la línea de disparo, en esa hermandad ocasional que se forja en los días de cacería, con los podencos a nuestro lado, controlando la ansiedad de la aventura. Yo me sentía orgulloso de la liviandad de mi repetidora; la suavidad de su retroceso me garantizaba el segundo y certero disparo, culminando el ciclo de la vida. No puedo decir que no amara cada presa que perseguía. Admiraba la carrera veloz de la liebre o la valentía de la perdiz en su último aleteo, retándome, midiéndose con el ancestral mino-tauro en el que me convertía cada vez que me colgaba la escopeta. Es un extraño equilibrio, como el turno de disparo, marcado por el gesto apenas perceptible que invita al compañero a hacerse con la presa. Aquel día hicimos una buena batida. La mañana culminaría en un riquísimo asado y el reparto de las piezas entre los asistentes. Una buena caza merece siempre adornarla con un buen trago, pero yo necesitaba despejarme.
Me ofrecí a buscar tabaco, con la satisfacción en el pecho de haber tenido un gran día y el orgullo de mi recién estrenada repetidora. Aún sentía la suavidad de la culata en mi hombro y la presión de los dedos en el gatillo esperando el momento justo de disparar la muerte.
Aquellos parajes eran perfectos para perderse, olvidando cualquier referencia a la civilización. La escueta aldea a la que llegué ofrecía una anacrónica estampa que yo empezaba a saborear como la morada del relax. Me dirigí a la única puerta que encontré abierta, flanqueada por un cartel en chapa que indicaba la venta de productos autóctonos. Pedí una marca cualquiera de tabaco y algún licor para entrar en calor, pero el dependiente me remitió a la siguiente cortijada.
Recorrí apenas un kilómetro hasta encontrar unas construcciones en piedra ennegrecida. Sentí en mi espalda los ojos clavados del único habitante que se atrevía a desafiar los rigores del invierno en un medio día frío a rabiar. Remendaba unos sacos con curiosa habilidad, a la puerta de una vetusta casa de un pueblo cualquiera de la España vaciada, en la Serranía de Guadalajara.
—¿Busca tabaco? –dijo a modo de saludo, ofreciéndome la petaca para que me sirviera. Compartimos el arte de fumar a la antigua usanza. Yo iba calibrando el grosor adecuado del cigarro que tomaba forma entre mis dedos, mientras él iniciaba el ritual para hacerse con el suyo. Fumamos aquella picadura fuerte que se instalaba en los pulmones con voluntad de quedarse y charlamos, qué importa de qué, hasta que hizo presencia la mujer. La amabilidad definía aquel rostro redondo ausente de arrugas; su edad se intuía sólo a través de los cortos pasos sosteniendo un cuerpo demasiado pesado, cargado de trabajo y excesos. La mujer me ofreció un café de puchero imposible de rechazar.
Pude ver entonces, con el rabillo del ojo, cómo mi anfitrión le acariciaba la parte trasera de la falda, mientras ella endulzaba con la cantidad exacta de azúcar el café de su marido. Yo bebí la malta, que cayó como un rayo en mi estómago vacío desde el amanecer, y elogié su sabor. Aquellos ancianos aún tenían fuego en su mirada, aún había pasión en la forma en que ella se quejaba del vicio del "fumeteo" que iba a llevar a la tumba a su marido, mientras él se quedaba prendado de las nieves del moño de su amada. No recuerdo el nombre de mi amigo, pero cómo olvidar el de su esposa, Eladia, ni la ternura enamorada con que la llamaba. Me contaron que llevaban medio siglo casados y no querían abandonar el pueblo, muy a pesar de la insistencia de los hijos para que salieran de esas tierras olvidadas de dios. Pero ellos tenían allí toda su vida, todo lo que deseaban.
Creo que fue un viaje en el tiempo, un tiempo sostenido en el calendario, tal vez la eternidad de una tarde regada con café de malta y el humo denso de unos cuantos cigarros de liar. Fui el testigo ocasional de un amor que me habría gustado vivir, de una pasión más allá de los cánones de la belleza. Olvidé que mi matrimonio venía "haciendo aguas", que cada domingo de caza, mi hogar y mi esposa quedaban un poco más lejos.
Antes de irme acepté el paquete de cigarrillos que el anciano me ofreció:
—Siempre tengo alguno de estos para cuando vienen mis hijos –me contó–, la gente ya no sabe liar como antes, ahora todos tienen prisa.
Nos despedimos con gratitud y con la promesa por mi parte de volver a visitarlos.
El flamante todo—terreno me esperaba unos metros más allá para llevarme de vuelta al siglo veintiuno. Regresé a la finca donde me esperaban mis amigos, con la decrépita cajetilla de Celtas Cortos y una botella de mistela sin etiqueta a la que tampoco pude renunciar.
Fue aquella tarde cuando decidí colgar la escopeta. Aun así, sigo renovando la licencia de armas. No encuentro el valor para dejar de hacerlo. Como tampoco lo he tenido para volver a la aldea. Creo que no soportaría encontrarla vacía.
Tu Libro lo publicamos en papel y digital
Escribir comentario