A Reinaldo lo conocí en la Cinemateca de La Habana, donde los jóvenes con ciertas inquietudes intelectuales iban a refugiarse de los soporíferos filmes soviéticos, que eran usuales en los cines
habaneros de los años ‘60. Me lo presentó Delfín Prats, un joven poeta de gran talento luego sumido en el alcohol.
Ya Reinaldo era toda una figura en aquella época, porque había ganado un Premio de la Unión de Escritores por su novela “Celestino antes del Alba”, remembranzas de su niñez en la oriental
ciudad de Holguín, traspasada a su estilo imaginativo.
Luego su segundo libro “El mundo alucinante”, sobre las persecuciones de la inquisición a Fray Servando Teresa de Mier, muy bien recibido por la crítica internacional y editado en París por
Editions du Seuil, pero le trajo muchas sospechas a los comisarios del régimen de si se trataba de igualar los tiempos de Fray Servando con aquellos tiempos de represión “revolucionaria”.
También presentada al concurso de la UNEAC, Alejo Carpentier y José Antonio Portuondo, jurados, se negaron a darle el premio.
No le volvieron a editar en Cuba, pero ya tenía una dimensión internacional a través de Editions Du Seil, asesorada por Severo Sarduy, otro escritor cubano ya en discreto exilio.
A través de todos los años ‘70, coincidimos muchas veces en la Cinemateca y de ahí comenzamos a pensar en cómo escapar de aquella isla y el aislamiento a los escritores que no hacían el
juego.
Mientras, el régimen tramaba cómo quitarse de arriba a un escritor ya con nombre internacional, pero que manifiestamente no simpatizaba con el régimen. Le tendieron una trampa y lo acusaron de
molestar a un muchachito, lo pusieron preso y lo metieron en el Castillo del Morro, una tenebrosa prisión en una antigua fortaleza española del siglo XIX.
No recuerdo bien cuánto tiempo estuvo preso, fue como un año, finalmente lo soltaron y recuerdo que me lo encontré en esa época por La Rampa, el centro de La Habana moderna. Estaba encorvado y
extremadamente delgado, se había enfermado de un pulmón, y había perdido su trabajo en la Unión de Escritores.
Pero gracias a todos sus contactos pudo conseguir una habitación en un hotelito, a 8 o 10 cuadras de donde yo vivía. Así que estábamos más cerca para hablar de nuestros planes de huir de aquella
isla infernal. Él no tenía teléfono ni yo tampoco, estamos hablando de más de 40 años atrás. Las limitadas redes telefónicas eran reservadas para los simpatizantes del régimen.
Durante años, cuando vivía por la playa de Miramar, Reinaldo se había entrenado en nadar, siempre pensando que por la Bahía de Guantánamo y su base de la Marina norteamericana a un costado, a la
que se podía llegar por mar, era una vía de escape. Unos días antes de que cayera en prisión, llegó al piso habanero donde yo vivía, y me dijo que pensaba atravesar a nado la bahía para llegar
hasta la base. Como yo vivía a un par de cuadras de la Terminal de trenes, me pidió pasar la noche ahí. Mi esposa le preparó la cama en la habitación que fue de mi hermana, que había venido
a Miami varios años antes. Esa cama la había estado usando para dormir mi perro Pierre, no creo que oliera muy bien, pero pudo pasar la noche y salir temprano a coger el tren para Santiago
de Cuba, en la provincia oriental, que salía a las 7 de la mañana.
Dos o tres días después, cuando iba caminando cerca de la casa, y oigo que alguien me chiflaba quedamente, volví la cabeza y me sorprendió ver a Reinaldo. Subimos hasta mi casa y me contó que en
Guantánamo llegó hasta meterse en el agua, pero no pudo atravesar porque había como unas cercas marítimas que le impidieron seguir hacia la base de la US Navy.
Después no lo volví a ver hasta aquel día en La Rampa, recién salido de la prisión flaco y encorvado. Cuando le consiguieron aquella habitación en el Hotel Monserrate, como no estábamos lejos, a
cada rato pasaba por la casa. En esa época, ya un paria en la isla, muchos de quienes lo agasajaban antes, le habían vuelto la espalda.
Entre los que no le dimos la espalda, estaban también los hermanos Abreu. Quizás por eso somos los únicos de los que no habló mal en su libro autobiográfico “Antes que anochezca”, comenzado
cuando perseguido se había escondido en el Bosque de La Habana y tenía que escribir durante el día.
Mientras, ya instalado en aquel hotelito seguíamos pensando cómo escapar de la isla, Reinaldo a través de un contacto con una francesa, había podido enviarle los manuscritos de mis tres primeras
novelas, ”La ciudad maravillosa”, “Alicia en las mil y una camas” y “La Hostería del Tesoro”, a Severo Sarduy en París, que me los guardó durante años.
En eso estábamos cuando sucedió lo de los diez mil asilados en la embajada de Perú en un par de días, y Castro dijo que todos los “gusanos” podían abandonar la isla. Mi hermana que ya
estaba en Miami hacía un montón de años, pagó varios miles de dólares por mi pasaje, el de mi esposa y mi hijo de cuatro años en un bote pesquero de los centenares que fueron a la bahía del
Mariel a buscar familiares. Solo me permitieron a mí entrar en aquel bote. Los otros pasajeros eran “escorias” que se agregaban por la recomendación de los “Comités de Defensa de la Revolución”,
uno en cada cuadra, para enviarlos hacia la Florida. Entre esos “escorias” estaba Reinaldo Arenas, los comisarios del régimen se dieron cuenta muy tarde que se les había escapado un escritor de
fama internacional.
No nos volvimos a ver hasta cerca de un año después, cuando viajando en un “subway” neoyorquino, veo que enfrente de mí se había sentado alguien que me pareció conocido, lo mismo le pasó a él,
los dos habíamos engordado. Y ya seguimos en contactos, por teléfono, en presentaciones de libros, hasta que en noviembre del ‘86 me salió un trabajo de profesor en California. Antes de
irme, almorzamos juntos en uno de los restaurantes cubanos del Village neoyorkino. No sabía que sería la última vez que lo vería, aunque de vez en cuando hablábamos por teléfono. Allá por
el año ‘89, de visita en Miami, Manolito Ballagas me dijo que Reinaldo, aún en New York, tenía SIDA.
El 7 de diciembre de 1990, Manolito me llamó a California y me dijo que Reinaldo se había suicidado. Una fecha especial para los cubanos, un 7 de diciembre de 1896, durante la Guerra de
Independencia, había muerto en combate el general Antonio Maceo. Así se veía Reinaldo Arenas, un combatiente contra el totalitarismo, había venido a Estados Unidos a gritar verdades y las gritó
mientras tuvo vida.
Ismael Lorenzo
Director de Creatividad Internacional
Red de Literatura y Cine
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