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La tía Inés (de la serie: De los tiernos y terribles infantes) Por Oscar Martínez Molina


I
—¡Así mi niño, así! Solía decirme la tía Inés mientras enjabonaba y enjuagaba mi pelo, mi vientre, mi espalda, dejando después que, corriera abundante, el agua fresca que salía en potente chorro desde una manguera. La tía Inés era prima en segundo grado de mamá. Había quedado sola al morir su mamá hacía algunos años y se había refugiado en casa, acogida por mis padres, para hacer un poco de administradora. Ella tenía que ver con las compras de comida, enseres de limpieza, y trato con los sirvientes. ¡Hijo único! Hasta los doce años de edad la tía Inés era también mi compañera de juegos.


¡Ah! Soltera y eternamente solitaria.
—Me voltearé ahora y mantendré los ojos cerrados. Decía Inés mientras giraba dándome la espalda.
—Quítate los calzoncillos y asea muy bien tu “cosito”. Y yo con total desparpajo echaba fuera los calzoncillos y terminaba la labor de enjabonar mi “cosito”.
Lo que seguía era que la tía disparaba el agua fresca desde la manguera a mi cabeza, mi pecho, mis piernas. Y por supuesto mis nalgas y mi “cosito”.


Ella reía a carcajadas mientras yo saltaba y hacía toda suerte de payasadas, cerraba después la llave de la manguera y me cubría con una enorme toalla, secándome.
Aquello de —me volteare y cerraré los ojos—, era siempre una chanza. La tía Inés en todo esto, había permanecido atenta.
La pileta de los baños y el pequeño traspatio, daban justo a la entrada a mi recamara.
En las tardes calurosas del pueblo, las amigas de mamá aprovechaban la enorme estancia de casa, rodeada de tupidas y frescas buganvilias, para tomarse las horchatas frías y los sorbetes de fruta hechos en casa. Jugaban a las cartas o releían las revistas de modas, tejidos y recetas de cocina. Platicaban y chismeaban en torno a los sucesos del pueblo. A sus veinticuatro años la tía Inés era en ocasiones motivo de esas charlas.


¡Que se te irá el tren Inés, cásate con el que sea!
¡Que no se te vaya el tren, esperando al príncipe!
¡Que matriz que no da hijo, da tumores!


Reían porque todas eran jóvenes y madres, y porque todas, ni bien haber cumplido los dieciocho ya se habían casado y tenían hijos.
La tía Inés reía también con ellas. Un poco por complacerlas en sus dichos, un poco para convivir con ellas, y un poco también porque no le quedaba de otra.
—¡Inesita! Que se te arrugue un poco el cutis de la cara con los sobresaltos y las penas que dan los hombres. Decía mamá.
—A veces es mejor no tener esa piel tan tersa, tan brillante, tan de porcelana. Y mientras lo decía, mamá pasaba cariñosa el dorso de los dedos, recorriendo su cara.
Era cuando, asomándome entre las celosías de la antesala, descubría el sonrosado rostro de mi tía que, apenada, entrecerraba los ojos haciéndola ver más hermosa. Muchísimo más bella que todas las allí reunidas, incluida mi madre.
Inés vivió conmigo la eterna alegría de mi infancia. Concluí la escuela primaria y Mérida sería entonces mi destino.


Un velo de oscuridad y letargo invadió el mediodía de mi vida. El tiempo me fue llevando fuera de casa durante la secundaria y la preparatoria. Eventualmente mis visitas al pueblo y a la finca en vacaciones, o las visitas efímeras de mamá e Inés para verme en Mérida. El velo de oscuridad tornase un día en profundo silencio y amarga agonía. Mamá falleció justo cuando iniciaba la carrera y mi vuelta a casa, solamente fue para despedirme de ella. Su ausencia se reflejaba en la estancia y en el jardín de buganvilias, en los espejos sin alma, en los aromas y el calor de la cocina, en las soleadas tardes y en la lluvia de la montaña.


Papá se mantuvo con una firmeza a toda prueba. La hacienda siguió su paso cuesta arriba y volcó en esa finca toda la voluntad para que, la falta de mamá, fuese un aliciente y no una hoguera para las penas. Deslices discretos los hubo y los habrá como para ir desahogando nudos y alborotando las melancolías.


Volver a la finca y hacerse cargo de las riendas. A los veintitrés años, profesionista y dueño y señor de las tierras, uno se come el mundo de un bocado.
La tía Inés y su sempiterna figura melancólica y delgada. Frágil y madura. La piel tersa y brillante de finísima porcelana. ¡Angustiosamente núbil rondando los cuarenta!
¡Inesita! Que se te arrugue un poco el cutis de la cara con los sobresaltos y las penas que dan los hombres. Decía mi madre.


Inés me descubrió una tarde de lluvia fresca con brisa de la montaña en que, mi padre, se hallaba fuera de casa por el descanso de la Semana Mayor. Una tarde de soledad de Sábado de Gloria en la que, la servidumbre, se refugió en la santa procesión de la Iglesia y en la que, empapado como venía de la larga faena y para no inundar de goteras la estancia y la sala, decidí despojarme de la ropa en la vieja pileta y allí mismo tomar el baño echándome agua fresca con la antiquísima manguera.


–Asea muy bien tu “cosito”. Perfectamente clara la voz de Inés a mis espaldas, de pie desde dentro de mi recamara, extendiendo para secarme, una toalla.


Qué silencio después de haber pecado.
Qué agonía del alma.
Qué dolor en el pecho.
Qué misterioso destino.
Qué sonrisa más bella.
Qué cuerpo más ansiado.
Qué placidez en el sueño.
Qué despertar más amado.


La mañana del domingo de Resurrección el silencio en la hacienda era tan denso que podía palparse. La menuda y bella figura a mi lado, desnuda por primera vez ante mis ojos. Abrazada a mi cuerpo.
¡Callada!
—¡Mi “cosito”! Dije en tono de broma, señalando con mí vista la entrepierna y apenas unas milésimas de segundo después, descubrí la sonrisa de la mujer y no de Inés, de la amante y no de la mujer madura, de la carne y no de la tía.
¡De la hembra!


II
Papá finalmente se refugió en los brazos de su mejor conquista. Vive en el pueblo y se dedica en cuerpo y alma a sus nietos, mis tres hijos. Ellos van a la misma escuela a la que fui de pequeño. Mi mujer, ajena a todo este mundo de pueblos, fincas, haciendas y montañas, ha aprendido el difícil asunto de preparar reuniones para sus amigas y beber horchatas y saborear sorbetes de fruta.   


Inés sigue administrando las labores de casa. Se la ve resuelta y muy dueña de sí misma. Y yo, me he encargado de hacer que la tersura de su cutis tan de porcelana, se vaya arrugando un poco, sorprendiéndola con algunas visitas a deshoras de la madrugada.
 


Oscar Martínez Molina
Después de obnubilar mis sentidos con licor de xtabentun, en Mérida Yucatán

 

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Imagen: Sandry Rivera

 

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