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La dama del carrito. Relato de Eladia Tristán

Aquella mañana desperté embotada, por más que el sol luciera espléndido. Era uno de esos días en que nada parece justificar la tremenda nube gris que pesa sobre tu cabeza y andas buscando escurridizas razones para entender cómo te levantaste con el ánimo tan distante al del día anterior. Me ocurre a menudo. En días así suelo salir a la calle, tal vez para descartar que entre las cuatro paredes que delimitan mi existencia, se pueda encontrar la causa de esa neblina intelectual y moral que ocasionalmente me visita. Se trata de salir, salir de casa para exponer el rostro al aire, con la esperanza de que una brisa amable barra los nubarrones de mi alma.

            Esos días todo luce opaco, como contagiado por la misma espesura con la que yo amanezco. Y la alegría que observo en las gentes que transitan ajenas a mi insatisfacción me parece artificial y escurridiza. En esos días mi vista enfoca afines rostros demacrados de sonrisas ausentes, miradas perdidas, e incluso miradas que escrutan con descaro el dolor de los demás. Y yo siento que la vida me está mostrando su peor disfraz.

            Salí una mañana cualquiera de invierno con intención de distanciarme de mi morada y distraer mis pensamientos entre los stands de una ocasional feria del libro. Apenas había perdido de vista mi calle cuando un inoportuno tirón muscular me dejó casi inmobilizada y hube de renunciar a caminar, no así a mi objetivo matinal. El transporte público se presentaba como la única forma de llegar al centro de la ciudad y perderme entre casetas de libros antiguos, Premios Planeta, caprichosas ediciones, literatura infantil y un sinfín de cuadernos de papel para aficionados al arte de escribir a mano.

            Y siguiendo con la tónica de la mañana, la parada del bus, casi vacía, baticinaba una larga espera al sol de un invierno insultantemente cálido. Sólo una mujer de atuendo anodino, armada con un vetusto carrito de la compra esperaba pacientemente la llegada del transporte. Mi mala memoria también tiene honrosas ecepciones y reconocí en ella a una paciente psiquiátrica de mi época laboral anterior. Enseguida me vino a la mente su diagnóstico, aunque lamentablemente no su nombre. Recordé de ella anécdotas –los pacientes psiquiátricos siempre regalan anécdotas– así como el rapado y tinte de pelo que delataban la extraña situación en la que se encontraba su mente. También recordé su alta inteligencia y el porte educado con el que nos exponía sus estrafalarios planteamientos. Durante unos meses tuvimos que lidiar a menudo con esta mujer que, convencida de haber nacido para ayudar a los demás –algo que profesaba como una misión divina–,  trataba de persuadir a mi equipo para que la nombraran cuidadora de un familiar afectado de Alzheimer. Ella por su parte tenía reconocido un grado II de dependencia según la Ley del mismo nombre. Nada más llegar a la parada, traté inútimente de buscar entre los recobecos de mi cerebro el nombre de la paciente, pero la información que me llegaba era un sinfín de datos diagnósticos y anécdotas que esta peculiar mujer protagonizó durante los meses que no anduvo recluída en una vivienda supervisada de la fundación para la integración social de personas con enfermedad mental.

            La mujer me miró directamente a los ojos y me preguntó qué línea de autobús esperaba. ¡Si supiera que lo que más me urgía era encontrar entre mis neuronas un nombre con el que enterrar tanta información sobre su persona! Se mostraba educada y mantenía una charla inteligente tal como yo la percibía diez años atrás. Se había dejado crecer el cabello, aunque ahora lo  sometía a un anticuado recogido que perfilaba un rostro extraño pero bondadoso. Su pregunta era una invitación al diálogo. No se conformó con saber la línea de autobús que yo tenía intención de coger, sino que me informó de haberlo visto pasar minutos antes de mi llegada y trató de amenizar la posible larga espera que yo tendría que soportar. Me tiró de la lengua e invitó a mantener una conversación que por sencilla que pareciera, no era en absoluto banal. Yo le hablé de las ventajas de caminar y ella me respondió con las bondades de la aceptación cuando algo deja de resultarte accesible. Me contó su plan de trabordos:

            –Siempre cojo un autobús –me dijo– pero hoy tengo que tomar dos, en la siguiente parada enlazo con la línea tres que me deja muy cerca de mi casa.

            Fue el inicio de un diálogo acerca del calor excesivo a primeros de diciembre como efecto del cambio climático, de la necesidad de no usar el coche a cada momento, de los problemas de la contaminación a nivel mundial, de lo inaccesible de los coches eléctricos para la clase trabajadora, del dolor de los océanos... Ella procuró en todo momento calmar mi posible contrariedad por la espera y me sorprendió con un:

            –Si tiene usted internet en el móvil puede consultar la hora de llegada, así sabrá cuánto tiempo tiene que esperar.

            Reconocí enseguida unas habilidades sociales que consideraba perdidas en estos tiempos.

            Me contó que no pagaba internet y por eso no podía hacer la consulta en su propio celular. Me habló de la aplicación y se ofreció para ayudarme a instalarla en el mío, a consusltarla y a pinchar en la opción correcta. ¡Ya está! Faltaban sólo ocho minutos. Comentamos que era grato esperar al sol en invierno y ella me hizo saber que el tiempo de espera era solo aproximado, que lo calculaba una máquina y a veces erraba. Percibí su empatía, incluso con las "máquinas". Fue ella quien me advirtió de que mi autobús estaba llegando y que habría de estar atenta pues si no le hacía una señal de parada, el conductor podría pasar de largo. Lo dijo con ternura, sin un ápice de tomarme por alguien que no supiera coger un trasporte público. O más aún, con la inteligencia natural de quien conoce las almas humanas y se siente llamada a cuidarlas. Yo subí primero y me acomodé en mi asiento. Le ofrecí a ella uno libre frente al mío, pero me recordó que se bajaba en la siguiente parada y se quedó de pié cerca de la puerta.

            Anduve todo el trayecto tratando sin resultado de encontrar su nombre. En mi fuero interno la bauticé como "la dama del carrito" por afinidad con el cuento de Chéjov y así pude despojar de mi memoria el diagnóstico psiquiátrico que le daba identidad. Durante días recordé los quince minutos compartidos con esa peculiar mujer en la parada del autobús. Y durante mucho tiempo, creo, recordaré su empatía, algo imprescindible para el cuidado de los demás. Una empatía que hizo olvidarme de los nubarrones con los que mi espíritu se despertó aquella mañana de diciembre, y disfrutar de un día espléndido, enseñándome "las bondades de la aceptación cuando algo deja de serte accesible".

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Eladia Tristán (Almería), psicóloga, ha trabajado con la infancia más desfavorecida, una experiencia apasionante que le ha nutrido de historias de una sensibilidad excepcional. Desde muy joven, el amor por la literatura le ha permitido escapar, a través de la novela y el relato, de los claroscuros de la vida diaria, surgiendo así la necesidad de poner en palabras muchas historias gestadas a lo largo de los años, historias que tomaban vida propia, como si exigieran darse una segunda lectura y liberarse de sí mismas adoptando otro formato.

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