Los siguientes 4 relatos cortos sobre Kichomu, traídos por el profesor de español en Japón, Antonio Duque Lara, tratan sobre un personaje aparentemente ingenuo, pero con un toque de astucia involuntaria, son ejemplos clásicos del humor y la crítica social presentes en la literatura popular japonesa. Cada historia presenta una situación cotidiana que se convierte en un enredo por la interpretación literal y torpe de Kichomu, lo que provoca situaciones cómicas y malentendidos
En conjunto, las historias sobre Kichomu son ejemplos clásicos de la comedia japonesa, donde la simplicidad y el absurdo se combinan para ofrecer una crítica suave a la rigidez del pensamiento y la importancia de la flexibilidad mental. Kichomu, a pesar de sus errores, es un personaje entrañable que nos recuerda la importancia del sentido común y la adaptabilidad en la vida cotidiana.
COMPRANDO UNA ORZA
Kichomu quería comprar una orza para meter UMEBOSHI, (ciruelas en salmuera) y fue a una tienda de alfarería.
—Buenos días, quiero una orza para meter UMEBOSHI.
La vieja de la tienda al ver que se trataba de Kichomu no quiso hablar en absoluto con él, por lo que se puso a leer un libro o algo parecido y le dijo:
—Ahí fuera están en fila. Míralas tú mismo.
Kichomu dirigió su mirada hacia la entrada de la tienda, donde, efectivamente, las orzas estaban en hilera.
Sin embargo, todas estaban con el fondo hacia arriba y la boca hacia abajo. ¡Claro! Estaban boca abajo. Pero Kichomu, sin darse cuenta de lo que ocurría, puso cara de extrañeza, y le dijo a la anciana:
—¡Abuela! Estas orzas no tienen boca, ¿no?
Entonces, la abuela, sin dejar de leer, le respondió:
—¿Y si les dieras la vuelta?
Así lo hizo, pero esta vez su sorpresa fue aún mayor.
—¡Eh! Tampoco tienen fondo.
Había confundido la boca con el culo.
TÉ, PEPINO, VINAGRE
Kichomu se fue a la ciudad para vender té verde, kakis, pepinos y vinagre. Como tenía que vender muchas cosas, iba pensando en cómo se las arreglaría para llamar la atención de la gente y poder vender. No tenía ni idea de cómo hacerlo.
Se le ocurrió una idea: cogiendo la silaba inicial de los productos que iba a vender empezó a pregonar:
—¡Tepe!, ¡Kavi!, ¡Vipe!
Estuvo todo el día gritando de esta forma para vender, pero, como es lógico, no vendió absolutamente nada. Cuando volvió a su casa se lo contó a su mujer.
—¿Esa es forma de vender? El vinagre, independientemente, como vinagre; los pepinos, independientemente, como pepinos; los kakis, independientemente, como kakis; y el té verde, independientemente, como té verde. Para cada uno tienes que utilizar su respectivo nombre. Si no lo haces, no venderás nada.
—De acuerdo, de acuerdo. ¡Está decidido! Desde mañana lo hare asi;
los llamare independientemente con sus nombres. A la mañana siguiente se puso en el mercado a vender:
—¡EL vinagre, independientemente, como vinagre!
¡Los pepinos, independientemente, como pepinos!
¡Los kakis, independientemente, como kakis!
¡El té verde, independientemente, como té verde!
Los fue mencionando de forma INDEPENDIENTE, y esta vez, por supuesto, tampoco vendió absolutamente nada.
EL CANTARO
Un día Kichomu fue a una tienda de alfarería a comprar un cántaro.
—Buenos días; deme un cántaro, por favor.
- Por supuesto. Bienvenido, señor. Los hay grandes y pequeños. Los grandes valen sesenta zen, y los pequeños treinta -, respondió la dueña de la tienda.
- Pues, entonces, deme el pequeño, que vale treinta zen.
Kichomu pagó sus treinta zen y regresó a su casa.
—Ya estoy aquí de comprar el cántaro. Me ha costado treinta zen -, dijo mostrándoselo a su mujer. Entonces, su mujer:
—Ese cántaro es muy pequeño; uno más grande es lo que necesitamos. Anda ve y lo cambias.
—Ah, entiendo. Bueno, el más grande vale sesenta zen - dijo, mientras se dirigía a la tienda. Llegado allí:
—Señora, mi mujer me ha dicho que el cántaro que me he llevado es muy pequeño. He venido a cambiarlo por el grande de sesenta zen. Aquí se lo pongo y me llevo este otro - dijo, poniéndolo al lado de los otros cantaros pequeños. Después añadió:
—Antes le di treinta zen, más el cántaro, que vale otros treinta, hacen la cantidad de sesenta zen. A cambio me llevo el grande, que vale eso-. Y se llevó el cántaro grande.
Pero, ¿qué les parece? ¿Está bien la cuenta? La dueña no dejaba de poner cara de extrañeza, pero, por mucho que cogiera el ábaco, ese era el resultado.
KICHOMU Y EL INCENDIO
Una noche Kichomu se levantó para ir al retrete. Medio dormido, al mirar por la ventana, vio que se había producido un incendio en la aldea. Cada vez iba a mayor. Parecía que nadie lo sabía por lo que consideró que había que informar al propietario de la tierra. Pero entonces Kichomu lo pensó mejor:
-En estos casos es mejor estar tranquilo. - Entonces, en primer lugar, encendió el fogón y calentó agua- Afiló la navaja y se afeitó, ya que para él era una falta de educación presentarse con la facha que tenía en Casa del Señor de la Tierra. Después sacó del armario las ropas heredadas de sus antepasados, además el HAKAMAMOA, pantalón de gala de los Samurais, y se lo metió. Cogió en la mano derecha un abanico y sacando el pecho, viendo que ya estaba compuesto como para presentarse a una ceremonia se dirigió a casa del Señor.
Delante de la puerta, ¡ejem!, carraspeó y dijo en voz baja:
—¡Señor! En el interior de la aldea se ha declarado un incendio,
Como ya era noche muy entrada, en casa del Señor, como en las demás, todo el mundo dormía plácidamente. Como además llamó en voz tan baja, allí, nadie abrió un ojo.
—Perdón, Señor, pero en la aldea se ha declarado un incendio-, volvió a murmurar Kichomu varias veces.
¿Cuánto tiempo pasó? Tal vez veinte o treinta minutos. Al cabo de ese tiempo, la mujer del Señor se despertó. Delante de la puerta, le pareció, alguien estaba hablando. Cuando prestó atención parecía que estaban diciendo que había un incendio.
—¿Eh? ¿un incendio? -, cuando se enteró bien, enseguida, en voz alta despertó a todos los de la casa. El dueño, como loco corrió hasta el lugar del incendio, pero llegó después de que se había apagado. Pasado el incendio, un funcionario oficial le recriminó fuertemente. Ya que Kichomu le había despertado de una forma tan extraña le recriminó a su vez.
—¡Kichomu! Cuando hay un incendio no se puede llamar a la gente de esa manera. De todas formas, si vienes rápidamente, en la verja de entrada, en las puertas que dan al jardín, donde sea, llamas, gritas: ' ¡Fuego! ¡Fuegol!, en voz muy alta, ¿te enteras?
Kichomu, agachando la cabeza:
—Sí, sí, sí Señor; sí, sí, sí Señor - contestaba.
Esa noche, por supuesto a media noche, Kichomu, levantandose de un salto, cogió un palo grande que había en el saliente del tejado,y se dirigió a casa del Señor. Una vez llegado allí, no sólo las ventanas, no sólo las puertas, golpeando sin mirar golpeó en todos sitios. A continuación, golpeando los pilares de la casa con el palo, gritó hacia el interior del pueblo con una voz muy alta, para que pudieran oírlo:
—¡Señor!, ¡Señor! Un incendio, un incendio. ¡Un gran incendio!
Explicar la sorpresa del Señor es bastante difícil. Era tal que el color del semblante lo tenía mudado por completo.
—Está bien, está bien, Kichomu, deja ya de dar golpes. ¿No ves que vas a destruir mi casa? ¿Dónde está el fuego?
Entonces Kichomu le respondió:
—¡Señor!, ¿cuando haya otro incendio, así está bien?
El Señor se quedó con la boca abierta, asombrado de estupor.
Escribir comentario