Estaba dicho. Su nombre no me decía gran cosa, pero sus ojos, su boca, su pelo, incluso su manera de hablar y de moverse, sobre todo cuando dejó el bolso colgado de su antebrazo para colgarse del mío mientras me hundía dentro de sus ojos con esa miraba afable que tal vez había heredado de su madre, sí su madre, esa señora que usaba postizos estratégicamente colocados para ocultar las duelas que la edad iba produciendo en su frente y especialmente en sus ojos y cuello. Usa peluca, le aseveró la niña, y ella no se hizo de rogar, era la forma de mantener su ego sin necesidad de mirar atrás y enfrentarse abiertamente a los espejos de su casa o a los nítidos reflejos de los escaparates.
Ella, la niña, trabajaba en una empresa de reparto, manejaba la camioneta con destreza, era prudente en la conducción y especialmente diligente en las entregas. Es cierto que el sueldo no le daba para tanto, pero a favor, no le importaba seguir viviendo en la casa familiar, su madre no le imponía ninguna regla, se trataban como amigas y a veces hasta salían juntas de alterne.
Yo acabo de bajar del bus, fue casual el encuentro. Me invitó a merendar en su casa. Al entrar al salón observé un palo selfie con el trípode abierto, presto para ser usado. La niña sonrió y me dijo —¿Listo para capturar el momento? Pero no era una simple foto lo que ella tenía en mente. El palo selfie era su herramienta secreta para viajar entre dimensiones dejando atrás lo común para explorar lo desconocido. Y yo acababa de cruzar la frontera entre lo ordinario y lo extraordinario.
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